El derrumbe del Ku-Klux-Klan
Cuando Barack Obama nació, su compañero de Senado Robert Byrd ya llevaba dos años en el puesto. Cuarenta y tres años más tarde, Byrd sigue siendo senador por Virginia Occidental sin que haya perdido una sola elección en este tiempo. Sin embargo, lo más llamativo de la vida política de Robert Byrd no es su prolongado mandato. Es más asombroso que haya sido elegido ininterrumpidamente siendo conocida su pertenencia al Ku-Klux-Klan (KKK) en los años 40, donde ejerció como líder local.
Cuando hablamos del KKK nos vienen a la memoria imágenes de cruces llameantes, capuchas blancas, linchamientos de personas negras y latigazos a los activistas que luchaban contra la segregación racial. Esa maquinaria de terror e intimidación estuvo compuesta en 1924, su época álgida, por más de cuatro millones de miembros. El 15% de la población blanca masculina estaba implicada en la red del KKK. Además, las amenazas y los asesinatos eran el mecanismo para quitar de en medio a los electos del Partido Republicano, al que se asociaba con la igualdad de derechos civiles y con los vencedores del norte en la guerra de 1860-65 contra el sur confederado.
El Klan llegó a controlar los legislativos de varios estados del sur. Los electos opuestos al Klan eran intimidados e invitados a retirarse si no querían complicarse la vida. En la Convención demócrata de 1924 se enfrentaron dos candidatos, uno de ellos apoyado por el Klan. El católico y anti KKK Smith fue forzado a retirarse mientras se quemaban sus efigies en la calle.
Gobiernos como el de Oregón, Oklahoma, Indiana, Alabama o Tennessee estuvieron controlados por el KKK. Incluso llegaron a proponer tomar una ciudad, hacerse con todos los mecanismos del poder y convertirla en un modelo del régimen del Klan. Anaheim en California fue el núcleo urbano elegido. Afortunadamente, una elección especial extirpó el cáncer del consejo municipal. Sacar al KKK de las instituciones era clave para evitar la extensión de su red de intimidación.
Casi todos los horrores tienen una aparente buena causa en su origen. Tras la derrota y la represión de la guerra civil, el Klan fue fundado con el objetivo de devolver a los ciudadanos del sur sus libertades, a los estados del sur sus derechos constitucionales, y de defender al débil y al inocente, como rezan sus principios fundacionales de 1868. Sin embargo, al poco tiempo la supremacía de la población blanca y el ataque al voto y a los derechos de los negros se habían convertido en el objetivo de sus intimidaciones y asesinatos.
La gran migración de las primeras décadas del siglo XX llevó a millones de afroamericanos del sur al industrial norte. Al terrorismo del Klan, así lo llamaríamos ahora y así lo definió un tribunal en 1869, se añadía la oportunidad de escapar de una pobreza endémica. Pero el Klan se extendió al noreste y a los grandes lagos. A los negros y electos republicanos, se unían ahora los católicos y judíos como objeto de amenaza. Las comunidades negras sufrían ataques si alguno de sus miembros se acercaba a las urnas a votar. Curiosamente, gobernadores controlados por el KKK, como el de Alabama, destacaron por sus políticas progresistas hacia la población blanca trabajadora, aprobando leyes de defensa de los derechos laborales o mejoras evidentes de las infraestructuras.
En muchos estados el Klan se había convertido en un medio para alcanzar influencia y poder. En definitiva, una red totalitaria basada en la intimidación y amparada en el control de cargos electos e instituciones. Cuando gobernadores como el republicano Holden de Carolina del Norte acosaban con la milicia al Klan, eran destituidos por los legisladores o perdían la mayoría en la cámara.
La clave para desmantelar al Ku-Klux-Klan fue la deslegitimación y la unidad de acción. El Partido Republicano, que había sufrido más que nadie el azote del terrorismo del Klan, se empleó a fondo. Los demócratas también se implicaron. Aunque en 1924 la Convención demócrata rechazó la condena del KKK por un solo voto, cuatro años más tarde el católico Smith, firme opositor al Klan, era ya el candidato a la presidencia. Y una de las páginas más brillantes contra esta red de intimidación fue escrita por el demócrata Lyndon B. Johnson, cuando en 1964 hizo aprobar la Ley de Derechos Civiles y en 1965 eliminó la restricción del voto a los negros, con el esfuerzo común de republicanos y demócratas.Para entonces, el Klan estaba ya muy debilitado. El horror de los crímenes y su descripción empezó a hacer incómoda cualquier tipo de colaboración con la red del KKK. El aislamiento político hacia ella se impuso. La publicación de las listas de los cómplices de la red de amenazas por parte de movimientos cívicos empezó a extender el oprobio sobre sus miembros. A su vez, la pérdida del poder político local debilitó la potencia de la red de intimidación. La legislación empezó a endurecerse para las amenazas del Klan, y la sociedad que empezaba a surgir después de la Segunda Guerra Mundial con nuevas clases urbanas que veían el fenómeno racial de forma más abierta, contribuyó a deslegitimar y a hacer caduco lo que había pervivido durante décadas como un cáncer del tejido social. Finalmente, el inexpugnable Ku-Klux-Klan, perfecta maquinaria de terror con sus cruces llameantes y sus capuchas blancas, se diluyó al alejarse del poder institucional empujado por la deslegitimación política y social.Ningún fenómeno de totalitarismo y amenaza es igual a otro. Pero con determinación democrática, las sociedades terminan venciendo tumores que parecen condenados a la metástasis.
Hoy, el Klan son sólo pequeños grupos marginales desconectados entre sí. Nada que ver con el fenómeno que atemorizó al profundo sur de los Estados Unidos hace ochenta años. Y no será el último derrumbe del totalitarismo que veamos. Como cantaba Lluis Llach: «Si estirem tots ella caurà, i molt de temps no pot durar» («Si tiramos todos, caerá, y no puede durar mucho tiempo »).
Fuente: http://www.elcorreodigital.com/
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