domingo, 27 de abril de 2008

Obsevación de nuestra sociedad heterogenea

OPINION
Cuando la basura es el único puente


Por: por Beatriz Sarlo

La mirada se acostumbra y los olvidamos. Si llego temprano a mi casa, un chico cartonero está revisando la basura justamente en la vereda de mi edificio. Una cuadra antes, dos chicas piden plata a los autos detenidos en el semáforo y a quienes pasamos a pie cuando el semáforo está en verde; lo hacen sin mucha concentración ni convicción. Pero algo deben tener de ambas cualidades porque están allí siempre, aparentemente más ocupadas con lo que les sucede a una y otra que con la recolección de monedas. Son delgadas y graciosas, vestidas con las sobras que todavía conservan sus volados y sus recortes. No sé hasta qué hora se quedan en la esquina, pero tengo la certeza de no haberlas visto nunca después de las once de la noche. Dentro de tres o cuatro años llegarán a la edad de la prostitución infantil, un destino que cuelga sobre esas dos cabezas de pelo lacio y claro.
A la mañana, hay chicos durmiendo en las puertas todavía cerradas de un gran banco, sobre la avenida, a veinte metros de un multicine que tiene dos grandes vidrieras frente a las que se estacionan las adolescentes el barrio para deliberar sobre adquisiciones futuras. Están amontonados, como si tuvieran frío, las piernas de uno sobre la espalda de otro, las cabezas tapadas con sus camperas, profundamente ajenos el ruido, ausentes de este mundo que, por otra parte, ya los ha declarado ausentes. También hay gente durmiendo sobre colchones, en los zaguanes de algún local provisoriamente desocupado, rodeados de trapos y bolsitas. Se quedan allí algunas semanas, hasta que el negocio se ocupe; no les conviene moverse porque en pocos días adquieren un saber sobre los recursos accesibles y, por otra parte, el conjunto de sus propiedades forma un bulto considerable.
En las escaleras del subterráneo, los chicos juegan a bajarlas a contramano y, simultáneamente, piden limosna a los pasajeros que ya han visto a la adolescente con su hijo repartiendo el sticker y el papelito donde dice que lo que le den será usado para comprar comida; a la nena gordita que trata de darle un beso a todas las mujeres, aleccionada por alguien que intuye que ese contacto físico crea una especie de compromiso antes que un rechazo; a los enfermos de sida que invariablemente han perdido el trabajo y tienen que alimentar una familia, de la que, a veces, arrastran consigo una prueba viviente.
Hay muchos recolectores y cartoneros en este barrio que es relativamente próspero, precisamente por eso: se tiran muchas cosas valiosas para la reventa, ya que el barrio no está sometido a una economía de la escasez sino que, por el contrario, resurgió a medida en que resurgió el consumo. Se puede encontrar un mueble de cocina entero, las planchas de aglomerado de varios estantes, chapas, zapatillas viejas, varillas de metal. La basura de las capas medias que cae hacia los pobres y, como si fuera un arte de magia de la miseria, deja de ser basura.
Los objetos desechables para una fracción social tienen valor para otra, como si en el mismo acto de tirarlos y luego de ser recolecta dos se pusiera en marcha un proceso de generación de valor. La chapa grasienta de una cocina, cuyo ex dueño mira con asco pensando cómo pudo ser que hasta hace un momento la tolerara en su casa, se trasmuta en un peso metálico que tiene valor de mercado en la reventa de basura reciclable. Los pobres son el eslabón más débil del negocio de la basura, es decir de todo aquello que ha dejado de tener valor para quienes no son pobres ni son parte de ese negocio en sus eslabones intermedios o finales.
Lo que yo considero basura, es plata para ese chico que está en la vereda de mi casa. En esta diferencia respecto del valor se sustenta la economía de la miseria. Lo que me sorprende es que este razonamiento no ocupe permanentemente mi cabeza. Hace cinco años, nadie tenía que "ponerse a pensar" en los excluidos, pero hoy lo difícil es seguir pensando en ellos con la misma intensidad. En el año 2000, lo que se veía tenía el oscuro atractivo de la novedad provocaba el más oscuro miedo de que a muchos podía sucederles lo mismo.
En esos años, la mirada sobre los pobres acompañaba la inseguridad de que la crisis eventualmente podía barrer a quien estaba mirando. Había solidaridad tanto con el pobre que estaba allí en la vereda como con el hipotético pobre en que podía convertirse quien lo veía. El temor al futuro acentuaba el sentimiento de indignación porque, finalmente, esto podía tocarle a otros más parecidos al que miraba que al que cartoneaba o recogía comida de la basura. Desvanecida esa hipótesis pesimista, quedan en la calle los que cayeron y se mantienen allí, excluidos.
Oscuramente se sabe que seguirán allí y que, por lo tanto, el acostumbramiento de la mirada es inevitable. Sin razonarlo demasiado, se intuye que no hay recuperación del mercado de trabajo que los incorpore, ni bienestar económico que llegue a ellos salvo bajo la forma de un aumento de la basura o un plan social que representa menos plata que unas zapatillas de marca, la fiesta de cumpleaños o el jardín de infantes privado de los hijos de quienes tiran sus cosas viejas a la calle.

Fuente: Clarin.com

Pregunta: A partir de la descripción leída, ¿Qué podrías agregar de la realidad social catamarqueña? ¿Reconociste algunas de esas situaciones en tu contexto social más próximo?

1 comentario:

Angeles Berrondo dijo...

Hola: Es una lastima que los gobiernos no puedan mirar, la miseria que nos rodea.
Solo ven el cielo? Sofia