martes, 28 de octubre de 2008

Cuestión de límites geográficos

Nacido del otro lado de la frontera

Muchas embarazadas cruzan el límite entre México y Estados Unidos en busca de un Certificado de Nacimiento norteamericano para sus hijos. Aquí, una crónica de un día de parto.
Por: Betina González

LIMITE. Un niño mexicano espera en la frontera. Para muchas mujeres, la ciudadanía estadounidense de sus hijos parece ser más una promesa que un aprovechamiento.


Al llegar al puente, vuelve el dolor, esta vez más agudo. Emilia trata de controlarlo con una mano en la barriga, pero la retira a toda velocidad: no vaya a ser que la delate. Se recuesta un poco en un pilar de cemento, tratando de parecer casualmente agotada por el calor. Como muchas de las embarazadas que cruzan el puente internacional en busca de un Certificado de Nacimiento Americano para sus hijos, su mirada está puesta en el futuro. Aunque el futuro sea, por ahora, sólo la distancia que le falta recorrer para llegar a la Oficina de Inmigración y Aduana. Allí, un hombre de bigotes interroga a un viejo que carga dos bolsas de tela. El oficial se pasa una mano por la frente y mira hacia la fila que hormiguea bajo el sol. Es un día lento. Cualquiera juraría que la línea de sombreros, ojotas, bolsas y niños llorosos empieza en el zócalo mismo de Ciudad Juárez. Reclinada sobre el pilar de cemento, Emilia no aparta los ojos de la escena. "'Qué trae?" le adivina decir al oficial. La réplica del viejo habrá sido dudosa, porque el agente se inclina hacia la bolsa abierta y su mano regresa triunfal con dos aguacates. Los deja sobre una mesita y hace señas al hombre, que apura el paso y sigue hacia el molinete. Un poco más allá, empieza realmente el puente, que más bien parece una jaula recalentada. Abajo, el río Grande es apenas un hilo de polvo y esfuerzo. "'Qué trae?" Por un momento, Emilia se imagina bajando el cierre de su abrigo y gritando "Un bebé, pendejo". Pero sabe que no le conviene. Hasta ahora los niños en el vientre de su madre no ingresan en la lista de artículos prohibidos o gravados con impuestos especiales en los Estados Unidos. Pero Emilia ha oído demasiadas historias de oficiales ensañados con embarazadas en el puente: no hay nada que les moleste tanto como el intento de parir niños estadounidenses en sus narices. A una le quitaron su visa con cualquier excusa, a otra la demoraron tanto que tuvieron que llamar a una ambulancia de Juárez y su niño nació del lado equivocado de la frontera. Otra dio a luz en medio del puente, acostada en el baúl de un coche, oyendo los chistes bilingües de los bomberos que desviaban la vista mientras el joven paramédico, muerto de miedo, gritaba en inglés con la cabeza de su hijo ya en las manos. No. Emilia sabe que más le conviene no hacerse la graciosa. Por si acaso se le olvida, apenas unos metros antes de la oficina, alguien ha colocado un cartel precario, escrito a mano que dice "Se prohíben las bromas". Más le conviene dejar el cierre como está, a pesar del calor y de las contracciones que vuelven regularmente, ahora cada veinte minutos. "'Qué trae?"Distraída por el dolor, Emilia tarda unos segundos en contestar."Nada", dice mirando a los ojos sin fondo del oficial y felicitándose por haber dejado la ropa del bebé en la casa de una amiga. Pero algo se debe traslucir en su demora, porque el hombre sacude el pasaporte, se pasa una mano por el bigote e insiste:"'Y a qué viene?" "A comprar". Esta vez, Emilia responde sin vacilar: recuerda muy bien el caso de una mujer que contestó "Al hospital" y, como no pudo mostrar el recibo de sus pagos, la mandaron de regreso. Más que detectar ilegales, a los oficiales les importa, sobre todo, controlar los abusos a los servicios públicos americanos: nada de andar pariendo con direcciones falsas y dejar un déficit de ocho mil dólares en cualquiera de los hospitales de la ciudad."A ver, 'cuánto dinero tiene?""Como cincuenta dólares", se apura Emilia y exhibe un gastado monedero lleno de billetes de a uno. Sabe que el oficial no se detendrá a contarlos. Por eso, siempre es bueno andar con cambio y un bolso vacío. A los agentes también les interesa corroborar que el dinero se gaste como es debido: en las tiendas del centro, que aparecen a continuación del puente y en las que se venden desde zapatos de marca hasta equipos de computadora; o en los lujosos centros comerciales que ofrecen perfume y ropa de diseñadores. Sin los miles de compradores que cruzan diariamente el puente, los outlets, malls y demás circuitos comerciales desproporcionados de El Paso, colapsarían rápidamente. "Pase", dice el hombre y la palabra coincide con otro retorcijón en sus entrañas. Emilia asiente sin dejar de mirarlo. En el último segundo, logra transformar la mueca de dolor en una sonrisa de triunfo.La Maternidad de la Luz es una casa antigua, de color pastel, ubicada a pocas cuadras del centro de la ciudad. Apenas un cartel pintado a mano, que consigna la doble función de clínica y escuela de parteras, la distingue del resto de los edificios. También las sábanas que se secan al sol en el patio trasero la diferencian: están hechas de plástico. En la sala de espera, todo es rosado y el símbolo del planeta Venus se repite en las sillas y bancos de madera donde las mujeres con panzas de distintos tamaños aguardan su turno. Hablan en murmullos, tal vez amedrentadas por los gritos que llegan desde la sala de partos. En un rincón, Janet, una estudiante primeriza, interroga los síntomas de una paciente armada de un grueso glosario inglés–español y de muchísima paciencia. El manejo básico del español es uno de los requisitos para entrar en el programa de estudios de la clínica, pues noventa por ciento de las pacientes hablan sólo en ese idioma. Aunque la Maternidad parece contar un vocabulario propio: una de las primeras palabras que estas jóvenes americanas aprenden es "aliviarse". Para las norteñas, significa "parir", lo cual revela no sólo el componente de sufrimiento que implica cualquier embarazo sino quizás también, la aventura de vivirlo transnacionalmente."Yo no quiero deberle nada a los Estados Unidos" –declara una chica muy joven mientras acomoda a su hija en su regazo. "Nada más quiero que ella tenga más oportunidades"."Pero el gobierno tiene un programa especial para niños en el que la puedes inscribir. Te dan descuentos en la comida y seguro de salud. Yo los puse a los dos", insiste la mujer a su lado, que además del bebé en sus brazos, es la madre de un niño de unos cuatro años, en este momento concentrado en armar un rompecabezas de Dora the explorer en el piso de la sala.Para muchas de estas mujeres, la ciudadanía americana de sus hijos parece ser más una promesa sin contorno que un aprovechamiento calculado de los beneficios del presente. Aunque en la sala de espera de la Maternidad se oyen toda clase de historias: madres sin escrúpulos que venden el número de Seguro Social de sus bebés a trabajadores ilegales, niñas pudientes de Chihuahua que rentan o compran casas en El Paso para parir con mayor tranquilidad, gente que hace buen negocio alquilando cuartos a las embarazadas o prestando sus datos para llenar formularios oficiales. Lo cierto es que ni siquiera la educación de esos niños en escuelas americanas está totalmente asegurada: para inscribir a un chico en una escuela en El Paso se necesita mucho más que un Certificado de Nacimiento. Se necesita, por ejemplo, una dirección en ése lado de la frontera, dato que los Attendance Officers (uniformados que se encargan tanto de perseguir chicos que se "hacen la rata" como de corroborar que cada alumno viva donde dice vivir) se ocupa de verificar con especial dedicación. En la sala contigua –que actúa de cocina y salón de clases– la conversación se interrumpe con la entrada de Sheila, una de las parteras con más experiencia en la Maternidad. Es una mujer de unos cincuenta años, delgada y de largo pelo entrecano. A una señal suya, las más jóvenes se acomodan en el centro del cuarto. Es la hora de la ronda, un rito que se repite cada mañana con el cambio de guardia. Las estudiantes salientes se reúnen con las recién llegadas y las informan sobre los principales acontecimientos del turno noche. Paradas en círculo, caras ojerosas y felicitaciones de por medio, las chicas parecen formar parte de una hermandad secreta; sólo les falta tomarse de las manos y cantar. Los ojos claros y la piel blanquísima se repiten en la ronda como si hubiera alguna relación de consanguineidad entre ellas. Sin embargo, estas chicas vienen de todas partes del mundo. De Canadá, Nueva York, Cincinnati, Sudáfrica o Australia. Lo único que tienen en común es su rechazo por los hospitales, su fe en el "poder femenino" y su decisión de estudiar en una clínica perdida en medio del desierto. En cuanto a los hospitales, nada más antinatural que parir rodeada de enfermos, fórceps y monitores, explica Sheila, que no ha olvidado el trauma de su primer parto (a los diecinueve años, rodeada de extraños, en un corredor atestado de un hospital de California). En la Maternidad de la Luz, la sala de partos parece un dormitorio más y las pacientes pueden optar por el parto en agua en un cuarto especial equipado con una gran tina. Tampoco hay límites en el número de acompañantes permitidos. Sheila recuerda especialmente el caso de un niño de cuatro años que asistió al nacimiento de su hermanito. Se quedó parado en la cabecera de la cama, alentando a su madre todo el tiempo. En cuanto al feminismo, el ejemplo de Ina May Gaskin, partera y cofundadora de "La Granja" en los setenta, está todavía presente. Aunque los experimentos de vida comunal con sala de partos propia, sembrado de la tierra y escuela abierta se hayan hundido en las políticas conservadoras de fin de siglo, muchas de las mujeres en la Maternidad de la Luz siguen pensando a su profesión como parte de un manifiesto político. No les faltan razones: ejercer como partera es todavía ilegal en once estados de los Estados Unidos, donde aún se percibe a la profesión como más cercana a la curanderaría que a la medicina, y donde la independencia de estas mujeres del (carísimo) sistema de salud nacional las vuelve especialmente molestas. En cuanto a estudiar en El Paso, no es sorprendente que la partería florezca en la frontera. Con su compleja economía de nacimientos transnacionales, se ha transformado en uno de los puntos con mayor índice de natalidad en el país: sólo en la Maternidad de la Luz se atiende un promedio de sesenta partos al mes. Sheila agrega todavía otra razón: la cercanía de las comadronas mexicanas, que aportan un saber de siglos a una de las profesiones más antiguas del mundo.Hay días en que los nacimientos son tantos que hasta la sala de espera se convierte en sala de partos. Pero en esta mañana de sábado, sólo la llegada imprevista de Emilia revoluciona la atmósfera tranquila de la clínica, donde las mujeres asisten, además, a clases de yoga y respiración. Emilia no sólo llega deshidratada después de la odisea del cruce, también ha roto bolsa en el camino. Se oyen pasos acelerados, roces, órdenes solapadas, algunas lágrimas y, sobre todo, gritos. Apenas unas horas después, Emilia da a luz a Sean, un niño de dos kilos y medio. El nombre, que ella ha elegido con cuidado por su significado, quiere decir "Dios es grande" en la tradición irlandesa. Es uno de los nombres más comunes en los Estados Unidos.

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